– Me llamo Juliette. Estudié periodismo y al terminar entré a trabajar en el Washington post. Primero de becaria y luego con mi propia columna de opinión. Hasta hoy.
– Mi nombre es Ben y no he sido buen estudiante. Trabajé de lo que pude. Mi vida ha sido un poco más desordenada.
– ¿Crees que hay más como nosotros? – preguntó Juliette.
– Claro, no me sorprendió encontrarte y sería arrogante pensar que somos los únicos.
Estar desnudos nos hacía estar más cerca como personas. Como si la ropa fuera una coraza inventada para alejarnos unos de otros. Pero estar desnudos no había sido intencionado. Caminando no hablamos mucho más. No hacía falta. No nos sentíamos incómodos ni desconocidos. Al fin y al cabo estábamos allí por lo mismo.
Caminábamos entre las risas de los niños que jugaban en el parque. Las oíamos y seguro que ella como yo pensaba en llevarlos a todos con nosotros. Al lugar que fuera al que íbamos, pero a un lugar mejor. Ella tenía una larga melena rubia ondulada y su piel era rosada. Tenía pecas y una sonrisa bonita. Lo sé porque no paró de sonreir. Yo sin embargo estaba más concentrado, no lo llevaba con tanta naturalidad. Analizaba todo a cada paso y a cada paso me convencia más de hacer lo correcto. Cada una de las cosas que el hombre había creado eran fascinantes. La energía, la comunicación, el transporte, el mercado, la música… No había error, desde el comienzo todo había sido concebido para terminar de una única manera. ¿Seres inteligentes?, si, pero genéticamente limitados.
– Ben. ¿Por qué decidiste hacerlo? – Preguntó Juliette
– Ben. ¿Por qué decidiste hacerlo? – Preguntó Juliette
– Que pregunta. Tú estás aquí por el mismo motivo. ¿Acaso no viste el video?
– Si, claro. Pero, ¿tu familia?
– Nunca he pretendido que mi familia entienda mi vida. Ni siquiera yo la entiendo, por eso estoy aquí. Y si te refieres a esposa y niños, no tengo. ¿Y tú Juliette?.
– Solo tengo a mis padres. Estoy haciendo lo correcto. Les he dicho que viajaría al sur a cubrir las primarias de los demócratas.
Fue una decisión fácil después de ver el video en el que aparecían aquellas personas desnudas. Todos con caras iluminadas de una forma especial. Al aire libre a las mujeres les mecía el pelo una suave brisa y los hombres hipnotizaban con la mirada serena.
“Los humanos somos parte de la vida. Los que han mantenido la búsqueda del sentido de la vida han errado, pero en su camino han creado. Perdieron el rumbo. Los que no buscan son partícipes de la destrucción. La humanidad no es lo que hoy es. No es un hongo ni una infección. No deberíamos ser bacterias devoradoras del planeta. Despojaros de lo no humano y salir en la búsqueda. Solo lejos de lo equivocado encontrareis lo acertado”.
De inmediato, como si hubiera tomado un elixir, arranqué los cables de los aparatos eléctricos, me desnudé y salí a la calle. Pero seguíamos caminando Juliette y yo sin saber a donde. Tampoco nos preocupaba demasiado. Me sentía como si ya no perteneciera a este mundo. Mientras dejaba atrás a los destructores, a los necios, a los condenados.
– Juliette, tengo hambre.
– Buscaremos comida de alguna forma. No podemos volver. – Dijo refiriéndose a nuestras vidas, con la lección bien aprendida. –
Recordaba un huerto a las afueras donde había árboles frutales y allí fuimos. La valla no impedía a las ramas servir la fruta al pie del camino y Juliette cogió una manzana. Recuerdo justo ese momento porque un anciano con un carretillo cruzaba el camino a lo lejos. Lo vimos y él se quedó mirando. Nos reímos tanto que fue como si no hubiera nada que uno no conociera del otro.
Dormimos, porque el calor era abrasador y la sombra apetecible. Muy apetecible. Bajo un árbol que no dejaba de sonar, como si fuera el mar. No se cuánto dormimos o mejor dicho, cuánto dormí, porque al despertar estaba solo. No me molesté en buscar a Juliette, ni gritar su nombre porque sabía que estuviera solo o estuviera con ella, se hubiese ido o se hubiese ausentado, volviera a verla o no, todo formaba parte del sentido de la vida.
Froté los ojos con las manos, me desperecé y salí al camino. Esta vez me sentía un poco más desnudo que antes. Pero no debía olvidar que había comenzado el viaje solo. Solo o acompañado, daba igual, pues el camino sería para mí único, lo que viese solo lo entendería yo como yo debiese entenderlo y donde llegase solo llegaría yo de la forma que hubiese llegado.
Estaba atardeciendo y seguía recto. Solo habían pasado un par de coches en el sentido que caminaba. Cansado, decidí atravesar el bosque. Era el momento de ir buscando un lugar para pasar la noche. No tardé demasiado. En seguida encontré un pequeño montículo de tierra que me resguardaría del viento fresco de la noche. Afortunadamente era verano y no hacía falta arroparse mucho. En caso contrario no se como lo hubiese hecho. No soy un superviviente y allí no había más que ramas secas. No temía a los animales. Bueno, quizá a los más pequeños. Nunca fui muy amigo de las arañas pero ahora estábamos en el mismo equipo. Antes del anochecer paseé por los alrededores, pero sin alejarme mucho. Algo ridículo porque no guardaba nada de valor y podía dormir en cualquier lugar, pero no quería alejarme. Instinto. No había mucho que ver aunque me esforzaba en encontrar vida. Aún no se fiaban del humano supongo. Volví a mi pequeño terreno conquistado y me acosté. No tardé en dormir plácidamente.
Echaba de menos ducharme, vestirme, el café, las noticias. Habían pasado poco más de veinticuatro horas. Me lo tomé como el síndrome de abstinencia de adicción a la rutina. No había dormido tan bien como esperaba. Tiritaba de frio y aún el sol no había hecho acto de presencia. Salté y agité los brazos y las piernas para entrar en calor. Estaba magullado por todo el cuerpo. Aquel lugar donde había dormido era duro y seco y los insectos habían encontrado un lugar perfecto en mi cuerpo para su banquete. ¡Maldita sea! – Pensé – ¿Qué estoy haciendo?, debo volver a mi casa. – Quizás el efecto hipnótico del video se había pasado. El momento de locura habría dado paso a la lucidez. Lo cierto es que nunca antes había hecho algo igual. Dejarlo todo para hacer algo inesperado. Ni siquiera un viaje. Siempre soñaba con viajar pero, tan adicto a la rutina, nunca lo había hecho. De momento no es que mi espontánea decisión me haya ofrecido nada mejor a lo que tenía pero al menos podía decir que había dormido desnudo en el bosque.
Volví sobre mis pasos para encontrar el camino por donde volver a la ciudad. No tardé en encontrar la carretera y esta vez sentía vergüenza. Temía ser visto y cuando escuché el motor de lo que parecía un camión corrí a esconderme como pude entre los arbustos. Cuando el camión o más bien, cuando la vieja camioneta llegó a mi altura se detuvo. Oí como se bajaba la ventanilla con un chirrido y escuché mi nombre. ¡Ben! ¡Sube aquí muchacho! Dijo una voz grave y rugosa. Sorprendido eché un vistazo entre las ramas. ¡Ben! ¡Demonios, sube aquí, Juliette te está esperando en casa!. Sabía mi nombre, sabía que conocía a Juliette. Ese hombre de veras venía a por mí. Salí confiado, abrí la puerta de la vieja camioneta y subí de un salto. Conducía un hombre con una enorme barba gris y un gorra gruesa de cuadros, con orejeras de pelo abrochadas a ella. Antes de decir nada puso en marcha el viejo cacharro y dio media vuelta en sentido contrario a la ciudad.